A las 18 horas del miércoles, A y K salieron de la oficina y se subieron a una van privada que hace el recorrido desde la isla donde trabajan hasta la civilización. Este transporte destinado a los profesionales de la zona, realiza una primera parada en Pont Neuilly (donde se encuentra el metro 1) y otra en La Défense (desde donde parte virgen y vacía la misma línea, además de otros trenes).
K decidió bajarse en Pont Neuilly y coger el metro como siempre, a pesar de la huelga. Una vez en el centro parisino, luego de media hora de viaje apretujado, K caminó 15 minutos. A las 19 horas ya estaba en su casa tomando una ducha caliente y escuchando música.
En cambio A, agradeciendo la astucia que le había conferido Dios desde su nacimiento, eligió descender en La Défense y coger la línea 1 desde la cabecera del recorrido para así viajar sentada.
Después de esperar 10 minutos en la puerta del metro a que los agentes de seguridad la dejaran pasar, A fue absorbida por la masa de gente que descontrolada se movía hacia atrás y hacia adelante. Por unos segundos, A se sintió como un bovino y reconoció que –pese a que ese había sido su deseo del día- ser tratada como una vaca era claramente desagradable. El tumulto fue bloqueado nuevamente en las escaleras que descienden a los andenes, y entre gritos, empujones y claustrofobia, A resolvió salir del embrollo, escapándose por una salida de emergencia.
Se dijo que “claro, es la hora pico, dentro de un rato seguro que esto se calma” y entonces se atrevió a ir a dar una vuelta por el centro comercial que se encontraba a unos 200 metros de allí. Se metió en el supermercado Auchan, fue directo a la parte de higiene femenina y agarró unos Siempre Libres que le hacían falta urgentemente. Luego entró en los baños de un McDonald’s –que aparentemente habían sido utilizados por una persona descompuesta- y entre ahorcadas y náuseas, se cambió el apósito.
A las 18.45 volvió a la boca del subterráneo pero otra vez le fue imposible acceder a los andenes. Dio media vuelta y se fue a Starbuck’s, imaginándose una tranquila lectura de “La tía Julia y el escribidor”, acompañada por un delicioso Caramel Machiato y una Carrot Cake mientras le daba otra oportunidad a la muchedumbre para desaparecer del mapa. Por supuesto, a los 5 minutos de haberse sentado en un cómodo sillón, la gerente de la tienda se le acercó para echarla con una gran sonrisa, excusándose porque ya era hora de cerrar el local. A manducó la tarta de zanahoria como pudo, y salió con su tasa de cartón en la mano a deambular por los tristes pasillos del Shopping Mall.
A las 19.30, luego de haber vuelto a probar -sin éxito alguno- inmiscuirse en la larga cola de commuters del metro, se dirigió a Sephora para terminar de quemar lo que ella suponía sería “esa media horita final” de espera. Allí se probó infinitos productos y finalmente sucumbió a la tentación de gastarse una fortuna en un serum facial profesional (que al día siguiente comprobaría que NO te deja la piel de maravilla). A las 20 horas, cuando el negocio de maquillaje cerró y fue echada por segunda vez, A trató una última vez de infiltrarse entre todos los viajeros que inútilmente pretendían acceder a la maldita línea 1. Descendió a la estación de trenes por una escalera desierta y se encontró con un hall fantasma lleno de sillas desocupadas y personas de aspecto harapiento. Se sentó a leer (por fin!) Vargas Llosa, mientras los parlantes repetían continuamente que ningún tren con destino a París partiría desde ese punto. Llamó a su marido y le transmitió el parte de la penosa situación. Él había salido a las 19 horas de su trabajo y ya se encontraba en su casa, cocinando.
K decidió bajarse en Pont Neuilly y coger el metro como siempre, a pesar de la huelga. Una vez en el centro parisino, luego de media hora de viaje apretujado, K caminó 15 minutos. A las 19 horas ya estaba en su casa tomando una ducha caliente y escuchando música.
En cambio A, agradeciendo la astucia que le había conferido Dios desde su nacimiento, eligió descender en La Défense y coger la línea 1 desde la cabecera del recorrido para así viajar sentada.
Después de esperar 10 minutos en la puerta del metro a que los agentes de seguridad la dejaran pasar, A fue absorbida por la masa de gente que descontrolada se movía hacia atrás y hacia adelante. Por unos segundos, A se sintió como un bovino y reconoció que –pese a que ese había sido su deseo del día- ser tratada como una vaca era claramente desagradable. El tumulto fue bloqueado nuevamente en las escaleras que descienden a los andenes, y entre gritos, empujones y claustrofobia, A resolvió salir del embrollo, escapándose por una salida de emergencia.
Se dijo que “claro, es la hora pico, dentro de un rato seguro que esto se calma” y entonces se atrevió a ir a dar una vuelta por el centro comercial que se encontraba a unos 200 metros de allí. Se metió en el supermercado Auchan, fue directo a la parte de higiene femenina y agarró unos Siempre Libres que le hacían falta urgentemente. Luego entró en los baños de un McDonald’s –que aparentemente habían sido utilizados por una persona descompuesta- y entre ahorcadas y náuseas, se cambió el apósito.
A las 18.45 volvió a la boca del subterráneo pero otra vez le fue imposible acceder a los andenes. Dio media vuelta y se fue a Starbuck’s, imaginándose una tranquila lectura de “La tía Julia y el escribidor”, acompañada por un delicioso Caramel Machiato y una Carrot Cake mientras le daba otra oportunidad a la muchedumbre para desaparecer del mapa. Por supuesto, a los 5 minutos de haberse sentado en un cómodo sillón, la gerente de la tienda se le acercó para echarla con una gran sonrisa, excusándose porque ya era hora de cerrar el local. A manducó la tarta de zanahoria como pudo, y salió con su tasa de cartón en la mano a deambular por los tristes pasillos del Shopping Mall.
A las 19.30, luego de haber vuelto a probar -sin éxito alguno- inmiscuirse en la larga cola de commuters del metro, se dirigió a Sephora para terminar de quemar lo que ella suponía sería “esa media horita final” de espera. Allí se probó infinitos productos y finalmente sucumbió a la tentación de gastarse una fortuna en un serum facial profesional (que al día siguiente comprobaría que NO te deja la piel de maravilla). A las 20 horas, cuando el negocio de maquillaje cerró y fue echada por segunda vez, A trató una última vez de infiltrarse entre todos los viajeros que inútilmente pretendían acceder a la maldita línea 1. Descendió a la estación de trenes por una escalera desierta y se encontró con un hall fantasma lleno de sillas desocupadas y personas de aspecto harapiento. Se sentó a leer (por fin!) Vargas Llosa, mientras los parlantes repetían continuamente que ningún tren con destino a París partiría desde ese punto. Llamó a su marido y le transmitió el parte de la penosa situación. Él había salido a las 19 horas de su trabajo y ya se encontraba en su casa, cocinando.
A las 20.23, un tren apareció de la nada, se detuvo en las vías, abrió sus puertas y por el altavoz un hombre ronco anunció que partiría en un minuto hacia París. Los pocos seres que se encontraban cerca se lanzaron al vagón (cual cachorro desnutrido a pecho materno), y así lo hizo A. Diez minutos más tarde, ya en la ciudad, A descendió en Les Halles para hacer interconexión, esperó la línea 4 del metro, pero cuando llegó estaba tan saturada de humanos que le fue imposible montarse al subte. Dispuso entonces salir a la superficie y buscar una Velib. Magicamente encontró una de estas bicicletas enseguida, la única que quedaba disponible, y se subio de un salto para salir disparada a toda velocidad por las rues con destino a su vivienda. Pero no: a los cien metros A sintió cómo se explotaba una rueda y cabizbaja tuvo que volver sobre sus pasos para devolverla. Existen indicios que sugerirían que ese preciso instante fue el turning point de la salud mental de A.
A partir de ese momento A empezó a deambular, arrastrando los pies y puteando en voz alta en todos los idiomas, con un sentido de la orientación poco claro. Pronto empezaron los sollozos y los pasos en zig-zag y no tardó mucho en comenzar a suplicar por un cigarrillo entre los desconocidos (hasta que de muy mala gana fue convidada por una suerte de toxicómana amargada). Bordeó el río Sena, viendo desfilar miles de autobuses que obviamente no la llevaban a su destino, y entre calada y calada se animó a cantar melodías italianas. Cruzando el Pont Neuf se dio cuenta que ya casi no tenía fuerzas. Sus piernas avanzaban entre temblores y hasta osó desafiar al destino y cruzó alguna que otra calle con los ojos cerrados (total, si la mataban le hacían un favor!).
Eran exactamente las 21.03 cuando A creyó ver un espejísmo que milagrosamente no lo fue. Un taxi vacío le abrió sus puertas y la invitó a subir. Le costó un poco más de 5 euros. A las 21.22 llegó a su casa donde la recibió su marido. Allí, innevitablemente, A quebró: se puso a llorar y a gritar hasta desplomarse en la cama. Él le alcanzó un té de tilo, le sacó las botas, y la cubrió con las sábanas. Entre espasmos y agitaciones, A comprendió que necesitaba una pastillita para terminar con la pesadilla. Buscó un ansiolítico en una caja de zapatos –que usaba de botiquín-, se lo tomó y antes de dormirse le pidió al Señor que no la dejara despertar y que por favor la llevara con él al más allá.
3 comentarios:
¿Te quedaste sin fuerzas por caminar de Les Halles al Pont Neuf? Ja, Ja ¡Según Vía Michelín son apenas 200 metros! Seguro que fue por el cigarrillo ese que te fumaste, ¡es veneno! ¿Desde cuando vuelves a fumar? ¿Ansiolíticos? Dios, ¡Qué ha hecho de ti París! O acaba la maldita huelga o dejas esa ciudad de locos antes de que te haga mal.
me quede sin fuerzas porque hace mas de dos horas que caminaba por la Defense!
si, Paris me mata: sacame de aca ya!
por lo q puedo ver despertaste...
solo un comentario, no creas q ahora sabés como actuar si vuelve a pasar, cuando decidas bajarte en la parada de siempre el problema va a estar ahí!
besos
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