Cuanto residís en tierras ajenas, suceden encuentros que se generan
únicamente por el hecho de coincidir con otra persona expatriada. Yo nunca fui de las que se hacen amigas de otros argentinos porque nunca me banqué que la amistad se basara –exclusivamente- en tener el mismo origen. Si alguien de mi tierra no es digno de ser mi amigo en Argentina, yo no puedo extrapolar la situación y hacer como que su imbecilidad no importa y juntarme a tomar mate y comer alfajores. Es más fuerte que yo. De la misma manera, tampoco puedo simpatizar automáticamente con cualquier hispanohablante sólo porque me va a entender mejor que un francés. Y quizás eso explica un poco la poca cantidad de amistades que tengo en París.
Cuando mi ex jefa de la academia de lenguas me la enchufó a Natu, traté de huirle en vano –prejuzgándola por su manera de vestir tan
hippie- pero después de unos minutos de charla decidí que quizás debería darle una
second chance. No podía negar que era una buena oportunidad de incrementar mi círculo social y además terminé descubriendo que teníamos varias cosas en común. Ella era madrileña pero había vivido en EEUU durante los últimos cinco años, donde había hecho
English Studies en la universidad (como yo) y acababa de aterrizar en París porque se había liado con un francés con el cual se iba a casar. Hablaba apenas el idioma y trabajaba (como yo) dando clases de inglés y de español a ejecutivos. Se me adosó al instante y compartimos varios almuerzos en los cuales ella me contó que estaba haciendo un doctorado a distancia y yo disfrutaba constatando que ella estaba mucho más perdida que yo en esta ciudad.
Intentamos ir al cine juntas una vez, pero no coincidimos en la elección de la peli: ella quería ver una donde Eddie Murphy representaba a varios personajes de la misma familia, y yo deseaba ver una que a ella le pareció poco interesante dado que no conocía el nombre de ninguno de los actores protagonistas. Suspendimos la salida y yo me quedé con un saborcillo amargo: cómo puede ser que alguien que está escribiendo una tesis para un
PhD de Literatura & Letras muera por un film de Eddie Murphy?
La siguiente vez que la vi, nos encontramos en un bar con su chico francés, a quien ella había conocido en un vuelo transatlántico. Nico era un músico pelilargo, con un par de aros en la oreja y vestía a lo gótico. Intenté entablar una conversación en español pero Natu me aclaró que él no lo hablaba. Seguí en inglés pero tampoco. Entonces pasamos al francés, dejando a Natu fuera de toda participación posible (en qué idioma se comunicarían estos dos tortolitos, es un misterio que nunca pude descifrar). La búsqueda de afinidades no fue fácil, y empeoró realmente al cabo de una hora cuando él decidió ponerme a prueba, enumerando una serie de artistas para que yo le diera mi opinión: coincidencia cero.
“Ej que a nosotros nos gusta mucho la música”, me confesó ella, “y sobretodo cantar...Alá! Por qué no vamos a un karaoke?!”. Le dije que no, gracias, que cantar no era lo mío, pero parece que no le importó. Me arrastraron hacia la calle y me llevaron a un antro asiático que prometía lo peor. Nos recibió una oriental que con mala gana nos hizo visitar las
private rooms para “cantar”. Cada una de las salas estaba completamente alfombrada (paredes y tarimas incluidas), con una macro pantalla plasma empotrada y varios micrófonos conectados a un control. Una puerta de otra
chambre se abrió y dentro pudimos ver un montón de ojos achinados posados sobre una muchachita de ropas ligeras que entonaba con chillidos de marrano coreano una melodía de Britney Spears.
“Lo siento. Me tengo que ir”, les grité a Nico y a Natu, antes de dejarlos abandonados en tan bizarra cueva. Monté las escaleras a una velocidad de quien corre por su vida, y no me detuve ni me di vuelta hasta alcanzar el vagón del metro.
Después del episodio, Natu me llamó varias veces. Yo nunca le respondí, pero le envié un par de mensajitos. El primero decía que estaba enferma, que no podía quedar con ella. El segundo le informaba –falsamente- que yo ya no vivía en el país, que me había mudado repentinamente a España.
De esto hace ya casi un año. Un año de pánico de cruzármela por las
rues parisinas y tener que excusarme por mi conducta, inventándole algún otro cuento. Por ahora Natu sólo me atosiga a través de
Facebook, exigiéndome en múltiples ocasiones que la acepte como amiga.