Aunque sus dientes corroídos por la edad sean amarillos y deformes, aunque tenga anteojos de viejo y barba desprolija, aunque sus ropas huelan a humedad, está rebueno empezar el día con un hombre que te agarra del brazo por la calle y te ruega que no vayas a trabajar y que te quedes con él.
Así. De la nada.
Un desconocido que te alegra la vida.
“Restez avec moi, s’il vous plaît!”, suplica.
No puedo.
Sonrío.
Me subo al colectivo y hago cuarenta y tres minutos de trayecto sentada a menos de un metro de un tipo de l’agence –con quien bailé alocadamente hace un par de semanas- que ni si quiera me dice “bonjour”.
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