lunes, 14 de enero de 2008

Une petite histoire




Bal de la Galette” se leía sobre la cartulina que colgaba de la puerta de la Salle Molière del edificio municipal que alberga –entre otras cosas- la biblioteca de mi barrio. Esto fue el viernes y yo había pasado para renovar el préstamo de un libro en italiano que leo de vez en cuando para no perder los conocimimientos básicos de la lengua de mis ancestros. El hecho de que fueran las seis de la tarde y de que nunca antes había escuchado hablar de un baile de la galette, despertó salvajemente mi curiosidad.

La galette es una especie de torta que se hace en Francia para reyes y que –hasta donde yo entiendo- está hecha de pasta de almendras. En su interior tiene escondida lo que ellos llaman una fève, que no es otra cosa que un muñequito resistente al calor. La tradicion quiere que los comensales se junten el 6 de enero para celebrar l’Epiphanie, y que a la hora del postre el integrante más joven de la familia se meta debajo la mesa y sin espiar vaya dando órdenes para elegir al destinatario de cada porción.

En nuestro caso, por ejemplo, la hermana menor de J –Margot de 17- se mete a las puteadas y encogiéndose como puede abajo de la mesa, y va gritando “esa para mamá, la próxima para papá”, etcétera, etcétera. Al que le toca la sorpresita –si por milagro no se atragantó ni se ahogó- se lo denomina rey de la journée, se lo corona con una diadema de cartón y tiene entonces que elegir su reina (o rey, en el caso de que la persona afortunada sea mujer).

Me acerqué un poco más para investigar lo que sucedía en aquel desconocido rincón del inmueble de la biblioteca, con la esperanza de poder dilucidar el misterio y ver si lograba incrustarme en una fiesta ajena, comer un poco de galette y –quizás- hacer nuevos amigos parisinos. Una festichola en la planta baja de una bibliothèque me parecía algo muy raro.

Y efectivamente era un festejo de lo más bizarro. La sala tenía toda la pinta de la fiesta patética, a la cual le faltan personas y le sobra comida, con una pista de baile desierta y demasiado iluminada, y música ochentosa a bajo volumen. Los protagonistas del Bal de la Galette no eran otra cosa que un puñado de enanos –de variada edad, creo- que se miraban entre sí, charlaban con cierta timidez, pero que no osaban exponerse al dancing.

Tardé en reaccionar y comprender que no estaba en el rodaje de una película de David Lynch. Un cartel en el lado interior de la puerta anunciaba el evento organizado por una asociación de personas de petite taille. Recibi un par de miradas hostiles pero sólo logré volver a la realidad con un “excusez-moi” que me lanzó un padre de petite taille que traía a su hijo de petite taille, y que me hacía señas para que los dejara pasar. Quise ofrecerle mi ayuda para colgar sus abrigos en un perchero demasiado alto y por lo tanto fuera de alcance para ellos, pero me di cuenta a tiempo que luego les sería más que difícil recuperar sus pertenencias. Me di media vuelta y me fui, maldiciendo mi estatura de Gulliver que me hizo perder el privilegio de presenciar cómo un enano se metía de pie y sin agacharse bajo la mesa, para poder elegir al roi de la soirée.

Quién te dice, yo podría haber sido la reina.

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