Lo extraño. A mi psicólogo de hace 10 años, digo. The last one. Me hubiese venido bien ayer para interpretar mi sueño. Al Doctor Luna le encantaba analizar mis innumerables sueños. Y yo tenía la impresión de ser su festín semanal.
Él me llamaba por mi primer nombre, y yo a él por su fantástico apellido. « Luna, estoy un poco pachucha estos días », y él sonreía. Le gustaba que lo llamara así y que al mismo tiempo lo tuteara. Siempre tenía el mismo traje, con saco cruzado, y corbata hiper grasa. Y en invierno se ponía encima una campera negra de cuero, un poco de portero ochentoso. Durante mucho tiempo tuve la sospecha que era gay, pero cuando me atreví a preguntárselo me mostró la alianza en su anular y una foto de su hija de seis años.
El consultorio era super sencillo y durante las consultas yo fumaba un cigarrillo tras otro, sentada en un catre que seguramente de grande quería ser diván, sepultada bajo almohadones hippies roñosos.
Teníamos sesión todos los jueves a las 7 de la tarde. La mayoría de las veces yo terminaba llorando y con la cara bastante desfigurada. Como enganchaba directamente con mis cursos nocturnos que empezaban a las 8, salía corriendo para llegar sin retraso a mi clase de "Entrevista y Espectáculos", atravesaba tres cuadras hasta la escuela de periodismo, y entraba en el aula cabizbaja donde alumnos y profesores me miraban como si fuese una loca recién escapada del manicomio (como verán, los problemas de integración ya los tenía desde aquel entonces).
Cuando al cabo de tres años me quiso dar el alta, lloré, pataleé, y le rogué que por favor no me dejara. Me dijo que ya era hora, y que el problemita básico por el cual yo había empezado terapia ya estaba superado. Lo miré sorprendida y le expliqué que yo no había recurrido a él por una cuestión en especial, sino por un estado conflictivo general. Hizo una mueca con los labios, tratando de reprimir una sonrisa, y como quien saca un arma escondida de la manga, soltó: “Edipo”. Le dije que, con todo el respeto del mundo, creía que se estaba confundiendo de paciente. Agarró el cuadernito donde garabateaba durante mis confesiones, lo abrió en una de las primeras páginas, y mientras guiaba con su dedo índice un párrafo sentenció: “En una de nuestras primeras charlas me contaste que habías soñado que estabas embarazada, que en el vientre llevabas a tu hermana María...que es hija de tu papá y su esposa, si no me equivoco”. Ante mi cara de “no-entiendo-a-dónde-vas-con-esto”, agregó: “con quién pensás que hubieras tenido que hacer el amor para ser la madre de tu hermana María?”.
PUF!
Cachetazo.
Ganas de tomar una ducha.
De rociarme con un spray desinfectante de perversidades incestuosas.
Verguenza. En cantidades industriales.
Creo que tardé un buen rato en reaccionar. Cuando lo hice, no podía mirarlo a los ojos. Me puse el abrigo, murmuré algo sobre el incosciente y sus jueguitos tramposos, le pagué lo que le debía y me fui con un “hasta siempre” lleno de pudor.
Él me llamaba por mi primer nombre, y yo a él por su fantástico apellido. « Luna, estoy un poco pachucha estos días », y él sonreía. Le gustaba que lo llamara así y que al mismo tiempo lo tuteara. Siempre tenía el mismo traje, con saco cruzado, y corbata hiper grasa. Y en invierno se ponía encima una campera negra de cuero, un poco de portero ochentoso. Durante mucho tiempo tuve la sospecha que era gay, pero cuando me atreví a preguntárselo me mostró la alianza en su anular y una foto de su hija de seis años.
El consultorio era super sencillo y durante las consultas yo fumaba un cigarrillo tras otro, sentada en un catre que seguramente de grande quería ser diván, sepultada bajo almohadones hippies roñosos.
Teníamos sesión todos los jueves a las 7 de la tarde. La mayoría de las veces yo terminaba llorando y con la cara bastante desfigurada. Como enganchaba directamente con mis cursos nocturnos que empezaban a las 8, salía corriendo para llegar sin retraso a mi clase de "Entrevista y Espectáculos", atravesaba tres cuadras hasta la escuela de periodismo, y entraba en el aula cabizbaja donde alumnos y profesores me miraban como si fuese una loca recién escapada del manicomio (como verán, los problemas de integración ya los tenía desde aquel entonces).
Cuando al cabo de tres años me quiso dar el alta, lloré, pataleé, y le rogué que por favor no me dejara. Me dijo que ya era hora, y que el problemita básico por el cual yo había empezado terapia ya estaba superado. Lo miré sorprendida y le expliqué que yo no había recurrido a él por una cuestión en especial, sino por un estado conflictivo general. Hizo una mueca con los labios, tratando de reprimir una sonrisa, y como quien saca un arma escondida de la manga, soltó: “Edipo”. Le dije que, con todo el respeto del mundo, creía que se estaba confundiendo de paciente. Agarró el cuadernito donde garabateaba durante mis confesiones, lo abrió en una de las primeras páginas, y mientras guiaba con su dedo índice un párrafo sentenció: “En una de nuestras primeras charlas me contaste que habías soñado que estabas embarazada, que en el vientre llevabas a tu hermana María...que es hija de tu papá y su esposa, si no me equivoco”. Ante mi cara de “no-entiendo-a-dónde-vas-con-esto”, agregó: “con quién pensás que hubieras tenido que hacer el amor para ser la madre de tu hermana María?”.
PUF!
Cachetazo.
Ganas de tomar una ducha.
De rociarme con un spray desinfectante de perversidades incestuosas.
Verguenza. En cantidades industriales.
Creo que tardé un buen rato en reaccionar. Cuando lo hice, no podía mirarlo a los ojos. Me puse el abrigo, murmuré algo sobre el incosciente y sus jueguitos tramposos, le pagué lo que le debía y me fui con un “hasta siempre” lleno de pudor.
Nunca más lo volví a ver.
1 comentario:
Amiga, la verdad que sos genial!! Me encanta leer to blog!!!
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