LA CEREMONIA
El sol partía la tierra y la temperatura hervía los cuerpos desacostumbrados a semejante calor de abril. La ceremonia era en diez minutos y yo me encontraba en jeans, en el auto que mi marido conducía como un bólido. Llegamos al pueblito en cuestión –típico village francés: la poste, la banque, le café- y estacionamos al lado de la iglesia.
Nos bajamos, Julien abre el baúl y comienza a desvestirse. ‘Allez, Agus! Apurate!’ me grita. Apurate, ¿qué? ¿Qué está haciendo este hombre con quien juré pasar el resto de mi vida? Ah, no!! No, por favor, Dios, decime que no es lo que creo.
De repente distingo la figura de otros individuos, de pie junto a sus coches, que repiten los mismos movimientos de mi amado cónyuge: mujeres y hombres desvistiéndose a lo largo de la calle, cambiándose sus humildes ropas de weekend por algo más digno –aunque uno pueda preguntarse si después de semejante acto cabe seguir hablando de dignidad- para asistir al casamiento. ‘Agus, te toca’, desafía Julien en torso desnudo y slip apretado, exhibiendo su esbelta figura al resto de los presentes. Comprendo la situación con una sabiduría asombrosa y casi-casi sin chistar agarro mi conjunteli y me cambio en el asiento trasero de la Renault-Scénic.
No iba a permitir –a pesar de que calzarme las medias con bombacha fuese claramente una misión imposible- que el cultural clash me arruinara la tenue planificada milimétricamente durante las últimas dos semanas. Pollerita verde, top y zapatos blancos, y sombrero para coronar. Bien sûr, post-maquillaje veloz frente al retrovisor, encaro con una diva-attitude del jopón. Entramos a la iglesia segundos antes que la novia.
Divina. Divina ella y el cortejo: siete nenas que la seguían vestidas igual que yo. Con falda verde y camisita blanca, la única diferencia entre ellas y yo no era tanto la estatura como el hecho señorial de llevar sombrero. Empezamos bien…
EL COCKTAIL
Me presentan a Celine, quien me confiesa de entrada la peor de sus tragedias: “No conozco a nadie”, me dice con una complicidad digna de una amistad de años. Ajá!
Inmediatamente me siento víctima de un plan maquiavélico orquestado vaya a saber uno por cuál de todos estos franchutes a quienes debería empezar a llamar “familiares”. “Encajásela a la petite argentine que está más perdida que la una”, debe haber sugerido algún hijo de puta. Pues ese mismo sinvergüenza debería encargarse de comunicarle a Celine que la petite argentine no se hace amiga de cualquiera, y menos de una persona del sexo femenino que no hace nada para disimular semejante cantidad de bigotes.
¿Ni siquiera por una noche podría yo simpatizar con la peluda errante? No. Fiaca. Mucha fiaca.
Pero la ley del mínimo esfuerzo no me impide sonreír, acercarme a la primera rondita de invitados, introducirme con un par de codazos sutiles y encarar con un: ‘Conocen a Celine?…No conoce a nadie, se las presento, Celine, Lucie, Maud, Xavier, Sabine, Joseph y Pierre-Etienne’. Uf! Viva el memotest y la agilidad de mis neuronas para recordar nombres y caras. ¡Bravo! ¡Yastá! Se la encajé al grupete. Me decido a dar media vuelta y escabullirme, cuando Pierre-Etienne –me pregunto si con inocente picardía-, me tira: ‘¿Y quién es quién? No te vas a ir sin explicarle, non?’. ¡Qué yeguo! Vamos, fuerza, la prueba de fuego. Ya en el trayecto hacia la ceremonia habíamos dibujado el árbol genealógico, pero como el número de integrantes superaba la media centena, el riesgo de quedar en ridículo era bastante alto. ‘Cómo no’, respondo con una sonrisa Colgate, ‘Pierre-Etienne es el hijo de François y Eli, igual que Joseph y Lucie; Sabine es hija de Laure, que no vino, y Xavier es el marido de Sabine; Maud es hija de Yves y Lorraine, y hermana de la novia, y por lo tanto prima de todos los aquí presentes…”
Alors, Chapeau ou pas chapeau? La regla mnemotécnica a aconsejar a nuevos integrantes del clan es reconocer a Xavier y a partir de ahí desarrollar los lazos entre todo el resto. ¿Que cómo sabemos cuál es Xavier? Muy fácil: el único negro de toda la fiesta. Oui, oui, en toda familia tradicional hay alguna hija rebelde que se casa con un outsider para desafiar a los padres.
Ahora sí, triunfante pero con un poco de culpa por la ‘funcionalidad’ del color de piel del pobre Xavier, me doy media vuelta y me dirijo a la dama de la botella de champagne: de esa SÍ que puedo hacerme amiga!
LA FIESTA
Bienvenidos a la típica celebración chicle en la cual todo se estira al máximo. La entrada, una hora y media; la cena, dos; el postre y los quesos, otra hora, y los sketches –pésimos e incomprensibles todos ellos- otra hora más. Pasada la una de la madrugada y sin haber escuchado aún ni media canción, mi paciencia sumada a mi cansancio y multiplicada por la charla híbrida de Celine (sí, sí, ese hijo de puta me la jugó bien y la sentó en mi mesa) comenzaba a dar resultados indeseables como los bostezos y las reflexiones existenciales del tipo ‘¿Quién me mandó a casarme con este?’ o ‘¿Qué carajo hago yo acá?’, que suelen ser bastante perjudiciales para la salud de cualquier pareja. La calidad del vino y de la comida eran factores que no colaboraban para nada con la desastrosa situación.
Mi arma secreta era la cafiaspirina traída expresamente de París para casos de urgencia. Y éste lo era. Definitivamente. Pero la ausencia de Coca-Cola me forzó a ingerir el comprimido con agua y el efecto no fue el deseado. No. Quince minutos más tarde yo seguía sentada a la mesa con la misma cara de culo.
“¿Por qué el DJ no empieza de una buena vez?”, le pregunto a Julien.
“¿Qué DJ?”
Nada peor que una respuesta en forma de pregunta que va a derrumbar la soirée. Desesperada, busco con la mirada algún indicio que me ayude a refutar lo que acaba de presagiar mi marido. Pero lo único que encuentro es un par de adolescentes que luchan por conectar los waffles de un equipo de música a una compu enchufada a un ipod. Julien dijo la verdad: existen personas que hacen una fiesta para más de 150 invitados y no contratan a ningún disc-jockey. Difícil de creer, pero totalmente cierto. Lo único que nos va a salvar es el dúo de primos quinceañeros al borde del coma etílico que intentará ‘enganchar’ –no con mucho éxito- un hit ochentoso atrás de otro. La noche está en pañales y yo, jodida. Muy jodida.
LA SUITE
A las cinco menos cuarto de la mañana, tras haber bailado con toda la garra que pude ponerle a dicha misión, mi resistencia a once centímetros de taco alto y canciones de mierda se agotó. Por suerte, las fuerzas de mi marido también, y entonces pudimos hacer campaña para convencer a mi suegra de ir a dormir. Habíamos reservado dos habitaciones en una casa a menos de dos kilómetros de la boda, en medio de la campaña. Una para la mamá y la hermana menor de Julien, y otra para nosotros. Un solo auto para llegar a nuestras confortables camas. Isabelle, quien había pasado antes de la ceremonia por nuestro alojamiento, puso una insistente resistencia frente al hecho de partir.
“¿Por qué? ¿Qué pasa, Isabelle?”, le pregunté a mi suegra con un poco de presión.
“Les tengo que decir algo: el lugar donde vamos a dormir es…es…es una pesadilla”.
Durante todo el trayecto, mi belle-mère se dedicó a despotricar contra el dueño de las habitaciones, sus dos perros roñosos y sus tres gatos. Que hay pelo de animal por todas partes. Que huele toda la casa a pis de felino. Que no se puede estar ni en el jardín porque hay un establo con seis vacas y un olor a bosta que mata. Que nunca vio semejante cosa en su vida. Ni siquiera en África ni en Vietnam. Que las sábanas están sucias. Y que patatín y que patatán.
“No seas exagerada, mamá”, la calló Julien. “Seguro que no es tan grave como para pasar sólo una noche…ni siquiera una noche, unas horas!”
“Tu verras” le respondió su madre, con una mirada vengativa que me dio miedo.
Bajamos del auto y un vaho de aroma a mierda nos hizo knock-down. Atravesamos el jardín apestoso como pudimos, esquivando hedores y gnomos sonrientes de yeso para por fin abrir la puerta y ser atacados por dos caniches gruñentes. Una escalera en penumbras, tres siameses postrados en la puerta del pasillo, y por fin la luz.
La moquette marrón-caca cubría toda la superficie. Inclusive el baño. Las bolas blancas y grises del pelo de los animales estaban por doquier. Nuestra habitación, empapelada con una especie de alfombra rosa, era lo que uno podría llegar a describir como un horno kitsch mugroso en el cual, en efecto, se cocina pis de gato…
No hay nada peor que una suegra que tiene razón.
EL BONUS TRACK
Tras pasar tres horas y media sumergida en la peor de las atmósferas, sin poder pegar un ojo y controlando mis ganas de vomitar, logré levantarme y hacer el ruido suficiente como para despertar a todo el resto. Habíamos dejado las ventanas abiertas y la invasión de moscas evidenciaba salvajemente lo insalubre que era nuestro cobijo. Nos vestimos como pudimos y salimos prácticamente huyendo, sin ducha ni desayuno.
Fuimos de los primeros en llegar al brunch, hecho que deberíamos haber evitado a toda costa. La cosa es que, en los mariages franceses, la tradición dice que a la mañana siguiente de una boda, todo el mundo se reúne para comer las sobras y comentar el fiestorro. La costumbre es así: todos colaboran instalando sillas y mesas, manteles y comida, y todo aquello que haga falta. Una vez terminada la jornada, los que no fueron lo suficientemente vivos como para irse antes que los otros, tienen que levantar, ordenar y limpiar. En pocas palabras, un brunch significa laburo, mucho laburo.
La verdad verdadera es que me hice un poco la sota, y trasladé cuatro sillas y un par de servilletas mientras todo el resto se movía de acá para allá. Disimulé un poco haciendo caminatas de ida y vuelta a la cocina, con la mejor cara de hacendosa que pude rescatar.
Pero debo confesar que mi estado zombi no ayudaba demasiado. Después de charlar un poco por allá, picotear un poco por acá, alzar unos cuantos bebés y juguetear con un par de niños, me tiré a dormir la siesta en el césped.
Grave error: cuando me desperté, casi todos se habían ido y la madre de la novia buscaba desesperadamente un candidato para trasladar la basura hasta un camión. Tarea nauseabunda si las hay.
¿A que no saben a quién se la encajó?